FILADELFIA
(CNN) — La doctora en neurociencia Martha Farah, de 57 años, se interesó en la
relación entre el cerebro y la clase social cuando empezó a contratar niñeras.
Entre las mujeres que cuidaban a su hija (que ahora tiene 17 años) había madres
solteras de estatus socioeconómico bajo, que vivían de la asistencia social y
ganaban dinero extra como niñeras.
Con
el tiempo, Farah observó que la vida de las niñeras y de sus hijos era
diferente a la suya. “De hecho me obsesioné bastante con la clase social, esta
importante dimensión de la variación en la raza humana”, dijo Farah.
La
científica ha estudiado diversos campos como la visión, los fármacos para
mejorar el cerebro y el desarrollo cognitivo. En 1990 publicó el libro Agnosia
Visual, un análisis exhaustivo de cómo la neurociencia cognitiva puede estudiar
los trastornos de reconocimiento visual.
En
su aproximación al tema de clases sociales observó, como confirman algunos
estudios sociológicos, que la crianza de los hijos y las experiencias tempranas
de los niños eran muy diferentes según la clase social.
Lee: El amor es la
clave del desarrollo cerebral.
Las
investigaciones han demostrado que los niños pobres no están tan expuestos al
idioma como sus similares más ricos y tienden a recibir más retroalimentación
negativa. Lo que escuchan no es tan complejo gramaticalmente y el rango de
vocabulario es menor. Hay un menor entendimiento de la forma en la que se
desarrollan los niños y lo que necesitan para el desarrollo cognitivo, dijo
Farah.
El estrés es otro
factor importante en esas disparidades.
Los
padres de estatus socioeconómico bajo no tienen la certeza de que podrán
satisfacer sus necesidades básicas, viven en vecindarios peligrosos, hacinados
y con otros factores que causan estrés en ellos mismos y en sus niños.
Los
padres estresados tienen menos paciencia y son menos cariñosos, lo que tensa a
sus hijos, de acuerdo con Farah.
Farah
observó grandes diferencias. “Estamos tan segregados por clase, que ni siquiera
nos damos cuenta de ello porque no sabemos cómo es la vida a tres kilómetros al
norte de aquí”, dijo.
La importancia de
la paternidad
Farah
y sus colegas efectuaron investigaciones cuyos resultados indicaron que una
niñez con altos niveles de estrés —que incluye una paternidad menos cálida—
tiene una correlación con los cambios en la regulación y la fisiología del
estrés.
En
un estudio publicado en marzo en la revista PLOS One, se estudió a adolescentes
negros estadounidenses que provenían de hogares de bajo estatus socioeconómico.
Cuando tenían cuatro años, los científicos evaluaron cuán responsivos
(proveedores de calidez y apoyo) eran sus padres. Luego, entre 11 y 14 años
después, se aplicó a los mismos participantes una prueba de estrés: dar un
discurso ante un público hostil.
Los
voluntarios dieron muestras de saliva para que los investigadores la analizaran
en busca de cortisona, la hormona del estrés. Los investigadores descubrieron
que entre menos receptivos eran los padres, menos normal era la respuesta de
los voluntarios al estrés.
“Podrías
decir: 'Bueno, claro que la vida es más estresante en un estrato socioeconómico
más bajo' (...) Sin embargo, la magnitud del estrés en el que viven es
simplemente increíble”, dijo Farah.
Esta
clase de investigaciones refuerza la idea de que el estrés atrofia el
desarrollo cerebral de los niños que provienen de medios socioeconómicos bajos.
La pregunta es si esa atrofia puede revertirse.
En
estudios con animales, las experiencias enriquecedoras posteriores pueden
compensar, al menos parcialmente, los efectos que el estrés en etapas tempranas
de la vida tuvo sobre el hipocampo (una estructura en forma de caballito de mar
que es vital para la memoria y la respuesta al estrés) y otras partes del
cerebro. No es que se reviertan los efectos iniciales del estrés, sino que
aparentemente se habilitan diferentes sendas neurales para compensar.
“Si
te interesan las políticas públicas para los niños, nunca debes decir: ‘Vaya,
este está dañado, ya no podemos hacer nada’”, dijo Farah, quien actualmente es
directora fundadora del Centro para la Neurociencia y la Sociedad de la
Universidad de Pennsylvania.
Farah
agrega que los padres de clase media tampoco son perfectos. Su costumbre de
observar ansiosamente cada avance en el desarrollo de los niños y cubrirlos de
halagos no es productiva.
“También
estoy dispuesta a hacer un juicio de valor: golpear a los niños, decirles
muchas cosas negativas y no hablar mucho con ellos es malo”. Farah golpea la
mesa: “Hay que decirlo”.
¿Estimulación
intelectual o amor?
Los
investigadores también estudian el efecto de la estimulación intelectual
temprana en el desarrollo cerebral de los niños. Para este estudio, dieron
seguimiento desde el nacimiento hasta la adolescencia a 53 niños de estatus
socioeconómico bajo. (Es una muestra relativamente pequeña, pero es típica para
los estudios de imaginología del cerebro).
Se
evaluó a los participantes en dos escalas: la estimulación ambiental y la
crianza. La estimulación se refiere a aspectos como "el niño tiene
juguetes con los que aprende los colores” a los cuatro años y “el niño tiene
acceso a por lo menos 10 libros adecuados” a los ocho años. La crianza es “el
padre está físicamente del niño durante 10 o 15 minutos al día” a los cuatro
años y “los padres le ponen límites y generalmente hacen que se respeten” a los
ocho años, explicó Brian Avants, profesor asistente de Radiología y compañero
de Farah.
Los
investigadores analizaron si la estimulación ambiental inicial y las medidas de
crianza de los padres podían predecir el grosor de la corteza cerebral en la
adultez temprana. El mayor espesor de la corteza en la niñez se relaciona con
malos resultados como autismo, explicó Avants. En la adolescencia, un grosor de
la corteza relativamente reducido se relaciona con un coeficiente intelectual
(CI) más elevado.
Según
los resultados de este estudio que todavía no se publica, la estimulación
ambiental a los cuatro años de edad predice el grosor que tendrá la corteza
cerebral en los últimos años de la adolescencia, pero no se relaciona con la
crianza.
Un mejor futuro, un
mejor cerebro
Aunque
Farah y sus colegas están entusiasmados por el trabajo que están haciendo,
cuando empezó este trabajo, alrededor del año 2000, se enfrentó a gran escepticismo
acerca del estudio de los efectos de la pobreza en el cerebro, dijo, como si en
su investigación se equiparara a la pobreza con una enfermedad cerebral.
“Una
de las cosas más importantes que Martha está haciendo al presionar con esto es
mantener la consciencia de los efectos a largo plazo de la pobreza”, dijo
Avants.
Mientras
tanto, la investigación sigue desarrollándose, aunque no muchos científicos
trabajan en los problemas del cerebro y la clase social. A gran escala, hay
relativamente pocos estudios acerca del cerebro y la cognición con muestras de
voluntarios que provengan de ambientes socioeconómicos de nivel bajo.
“La
mayor parte de la neurociencia se hace con estudiantes universitarios de
segundo año, en universidades que tienen suficiente dinero como para tener un
centro de imaginología”, dijo Farah. “(Solamente) estamos analizando a una
pequeña porción de la humanidad”.